Ese miércoles me sentí como en las películas de robo y secuestro, tan aclamadas por el público y la crítica. El violento acto nocturno duró para la actriz-víctima un poco menos de tres minutos, sobre un escenario semi oscuro y urbano, en un barrio al norte de Managua.
Ahora puedo decir que es cierto: “no es lo mismo verla de lejos que platicar con ella”. Después que un revólver te observa frío y vertical a los ojos, mientras te amenazan y roban dos sujetos a quienes les importa nada, es la conclusión a la que puede llegarse.
Aún antes de este suceso, ya me había preguntado (porque siempre queremos culpables) de quién sería la responsabilidad de tanta inseguridad, intimidación y violencia, las posibles opciones fueron:
A: Nosotros mismos. Una población acostumbrada al dolor y la pérdida, pero también a la apatía y el olvido. No hemos sabido exigir por ley, ni costumbre, ni fuerza el cumplimiento de nuestro derecho a la seguridad ciudadana.
B: Las instituciones públicas creadas para tales fines (Policía Nacional, Ministerio Públicos Juzgados), cada vez más consumidas por la deficiencia endémica, la corrupción, la indiferencia y la inercia.
C: Las dos anteriores.
En lo personal, me inclino un poco más por la segunda opción que por la tercera. Las instituciones que conforman parte del sistema de justicia penal en nuestro país, pagadas por nosotros mismos a través de nuestros impuestos y previstas para ser garantes de nuestra seguridad como ciudadanos, no tienen sentido de deber ni de compromiso con la mayoría de sus usuarios. Cada visita fue una reafirmación de la condición de víctima. Cada denuncia constituyó un olvido. Arrollada primero por el agresor y luego por el sistema.
Así que toca preguntarnos: ¿Dónde está la policía nacional, el ministerio público y los jueces cuando nuestra integridad está siendo violentada? Ésta es una interrogante válida, vigente y generalizada que debe ser respondida. Cuanto más tarde en llegar esa respuesta, más se avivan los ánimos por cuestionar, no legitimar, no respetar, ni obedecer a una institución que no realiza las funciones para las cuales fue fundada.
Y si para nadie es una revelación que la violencia nos acecha omnipresente e impune ¿qué están haciendo entonces esas autoridades para prevenirla, reducirla o erradicarla? A mí no me basta con un afiche publicitario, rótulo o manta colocada visiblemente en la calle, campaña radial y/o televisiva en los medios nacionales, pautada después de las novelas de las 7, las 8 y las 9 y auspiciada por algún organismo internacional, para saberme efectivamente segura.
Los habitantes de este país no podemos permitirnos seguir siendo ultrajados, relegados, olvidados, tratados como ciudadanos de segunda. Si la violencia nos fustiga y nadie está a salvo. Si en cada ciudad de nuestro país la realidad violenta nos constriñe. Si la violencia nos está atrozmente devorando y tenemos que decidir entre morir a causa de ella o luchar y sobrevivir, entonces habrá que ponernos manos a la obra.
No podemos continuar perpetuando la mentira diaria e institucional de que somos el país más seguro de Centroamérica. El opio en el que se han sumergido la Policía Nacional, el Ministerio Público y el resto del sistema judicial, no nos lo permiten. Así que las preguntas están sobre la mesa: ¿Qué queda pues en esta jungla semi urbana? ¿Ser víctima perpetua y vivir con los traumas que nos deja la violencia? ¿Defenderse? ¿Reclamar eficiencia? ¿Escribir y desahogarse? ¿Resignarse? ¿Auto compadecerse? ¿Qué resta pues?
En mi caso, con tres robos con intimidación experimentados, uno con uso de arma blanca y secuestro exprés incluido y dos con arma de fuego, estas situaciones me plantean un dilema. Sin embargo, ante cualquier cuestionamiento ético pienso que debería prevalecer mi integridad y mi vida. No quiero retornar a ese rol de personaje-víctima, frágil y predispuesta a ser vulnerada. No quiero transcurrir el resto de mi vida con miedo. No quiero que la violencia sentencie mis pasos en el país más seguro de Centroamérica.
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